OURENSE Ya que la provincia de Orense sea la única entre las de Galicia a la cual las aguas del Océano no prestan ni sus armonías ni sus encantos, quiso el cielo que el Miño, ese río, el mayor en caudal de cuantos riegan el siempre verde país gallego, atraviese y fertilice, en unión del Sil, la mayor parte del territorio ourense. A sus orillas, ora sonrientes, ora sombrías, las frescas praderas, el viñedo que trepa por las laderas escarpadas, a las que el sol hiere con toda su fuerza, los pueblecillos ignorados, los derruidos y siempre imponentes monasterios, orgullo y riqueza de la Orden benedictina, todo se presenta a su vez reclamando la atención del que recorre los solitarios pero hermosísimos lugares, por donde el Miño lleva su curso majestuoso. Río poético y de transparentes aguas, río de abundoso caudal, que, naciendo en las frías montañas de Lugo, atraviesa su territorio, pasa al de Orense y va a morir en el de Pontevedra, sin abandonar nunca el suelo de la patria, sirviendo de límite a este antiguo Reino y mezclando sus aguas en las del Océano en el último puerto de nuestra costa. Sus ondas claras y transparentes reflejan toda la alegría del cielo y toda la hermosura de los países por donde discurre. Como el Tajo celebrado de los poetas, lleva arenas de oro, y como el Betis olivífero, adornan sus orillas el preciado naranjo y el olivo, en aquella tierra, hermoso pero estéril. Desde que entra en la región orensana, su corriente se aumenta y la campiña se torna más bella. Un sol más vivo, un cielo más azul, una vegetación más lozana, prestan alegría a un país que, como el de toda Galicia, se presenta lleno de encantos. Las noches calurosas del Mediodía se repiten aquí y pasan en medio de la frondosidad, y el rumor de las aguas que corren y de los vientecillos que refrescan la atmósfera. De una a otra parroquia las campanas se llaman y responden, y los cantos de los campesinos se encuentran en los aires. Los fuegos de unas y otras se saludan desde lejos, y brilla en el fondo del paisaje, siempre verde, la viva hoguera de las forjas, al tiempo que la luna vierte sus rayos sobre los viñedos. En medio de aquella encantada comarca que llaman Rivero de Avia, la hermosa, la rica Rivadavia, lleva con la corona condal de sus Señores el recuerdo de sus antiguas grandezas, y se levanta flanqueada de sus antiguas grandezas, y se levanta flanqueada por el ojival convento y por la torre señorial, memorias ambas de aquellos poderes que domeñaron un tiempo la proverbial altivez de sus habitantes. Más afortunada, por lo mismo que no es más bella, la ciudad de Orense se presenta llena también de recuerdos y más aún de risueñas esperanzas. El Miño corre a corta distancia, y sus corrientes bañan los campos y suburbios de la población, después de pasar como un solo haz bajo el gigantesco arco de aquel puente celebrado, en el cual el anticuario y el artista echan de menos el castillo que la defendía en otros tiempos. ¡Qué recuerdos no evocan sus calles, en las cuales se cree ver bullir todavía aquella multitud inteligente, que fue un tiempo gloria y ornato suyo! ¡Cómo se siente palpitar la vida bajo las románticas arcadas de la catedral y en los pórticos de Santa María de la Madre! ¡Y cómo en los alegres días de la vendimia se llena la gran plaza de vendimiadoras, que pasan la noche cantando bajo el cielo estrellado y acariciadas por el soplo de las brisas refrigerantes! Y si pasais de aquí, si os adelantais hacia las fronteras portuguesa y zamorana, ¿cómo no admirar la vieja Monterrey y Salvatierra, Ginzo de Limia y Allariz, todas con sus iglesias antiguas, con sus torres más antiguas tal vez, con sus tradiciones y poéticas leyendas, que se cuentan allí, como en toda Galicia, al amor de la lumbre en las largas y amorosas veladas de invierno? Ya es el castillo señorial, que, como el de Celme, se levanta sobre peladas rocas y en un terreno erial; ya la capilla de San Pedro de Rocas,cara para el arqueólogo gallego; ya las frías cumbres de la cordillera de la Queija y San Mamed; ya las abrasadas llanuras de los Chaos de Amoeiro, o los retirados países de Viana y Tribes. En todos estos sitios, en todas estas cañadas y valles, en cada orilla o pradera, en cada llanura o cumbre, está seguro el viajero de encontrar, ya la majestuosa aspereza de los lugares incultos, ya la risueña y dulce poesía de la campiña gallega. No por más solitarias son estas comarcas menos hermosas, ni por más olvidadas menos dignas de que se las recuerde. Este es todavía el cielo y el suelo de mi país. Crece el naranjo en la llnura, y las camelias y las magnolias viven aquí como en las templadas orillas de nuestro océano. El buey pasta libremente en verdaderos campos de esmeralda, donde los pinos dan al viento agrestes perfumes, y en las altas sierras, cuyas cumbres blanquean nieves eternas, aulla el lobo y baja el cervatillo a apagar su sed en la fuente escondida bajo la menuda yerba de prados solitarios y desconocidos. En estos agrestes lugares, el canto de la campesina es lo único que turba la augusta soledad que los envuelve. A veces es también la campana que resuena a lo lejos, y despierta en nuestra alma el recuerdo de cosas que pasaron. Si: el campanario del antiguo monasterio se distingue en lontananza, alumbrado por los rayos del sol poniente; allí está la vieja abadía, con sus almenadas torres, los muros cubiertos por la hiedra, sombreada por árboles seculares. Allí está, triste, pero orgullosa todavía; y cuando se penetra en el vacío santuario, y se recorren los claustros, y se visitan las celdas, y se evocan los tiempos en que todo esto tenía voz, vida, animación, movimiento, casi siente uno tristeza de lo presente y ansía de volver atrás y encerrarse para siempre en aquella olvidada vivienda. Mas ¡ay! que no bien dejais a vuestra espalda la arruinada abadía y sus dulces recuerdos, cuando la feudal fortaleza viene a demandar vuestra atención. Nuevas generaciones han impreso en ella la indestructible huella de su paso, pero no lograron borrar por completo la de sus antiguos dueños. ¡Cómo pasamos nosotros y quedan nuestras cosas! ¡Cuántas veces, en el abierto portón en que juegan los chiquillos de la aldea, se habrá apeado la hermosa castellana, seguida de sus pajes y caballeros, que tornarán más bella la animada cacería! Todo pasa, toda fuerza se agota, toda vida desaparece, y el monasterio y la fortaleza feudal cayeron como encinas robustas, pero heridas por el rayo, para no levantarse jamás. Cierto que fue a impulsos de la tempestad; pero cayeron, y todo el esfuerzo de los hombres no es bastante a hacerlas vivir un solo momento. Que las haya fundado un Santo o inmortalizado un héroe, poco importa; Santos y héroes pasaron, como antes de ellos habían pasado también el romano que plantó allí la viña; el semita, explotador del estaño y adorador del toro; el celta, que levantó el dolmen salvaje, y el hombre lacustre, que fabricó sobre las aguas su desconocida vivienda. ¡Que no hay en esta tierra secular, erizada, digámoslo así, de eternos recuerdos, lugar alguno que deje de hablar a la imaginación del poeta de otros hombres y de otras edades y de otras costumbres! Yo los he recorrido en mi niñez; he pasado sobre el puente levantado por los primeros cenobitas, por la caterva monachorum, de que habla la inscripción, y orado inocente bajo las ojivas arcadas, contemplando aquellos sepulcros, en donde caballeros armados de punta en blanco, dormían inmóviles un sueño de que no bastará a arrancarles la legendaria trompeta del Juicio. Todavía puedo, tanto conmovió mi alma, renovar la dulce y melancólica emoción experimentada hartos años há, en aquellos solitarios lugares en donde un río sin nombre deslizaba sus aguas por un cauce pedregoso, y dos o tres mujeres que lavaban en la orilla, cantaban su canción monótona, como para hacer más real y positiva la soledad inmensa que las rodeaba. Los horizontes se cortaban bruscamente, las montañas parecían ser las últimas de la tierra, y la luz del sol, al herir los altos álamos y castaños de aquella pequeña llanura, era tan suave y dulce, que se la diría hermana de las brisas que pasaban sobre las aguas ignoradas. Tal es el país en que vive la mujer cuyo
carácter, vida y pasiones vamos a describir: Dice el Tasso, que la tierra blanda y
deleitosa,Simile a se gli habitator produce,y la orensana en nada falta a la verdad que
encierran los versos del poeta. Tan cierto es esto, que así como la provincia de Orense,
conservando puros los rasgos que caracterizan la hermosa campiña gallega, se embellece
con un sol más claro y un cielo más sereno, así sus hijas, presentando casi todos los
caracteres distintivos de la mujer de mi país, los adornan con cierta exaltación, hija
de una tierra más cálida y un cielo que, como hemos dicho ya, se viste con el resplandor
vivo y ardiente de las regiones meridionales. A la dulzura y suavidad de carácter, así
como a la amable franqueza que es común a nuestras gallegas, une la orensana ese aire
señoril que sólo da el bienestar y el arranque de fogosas pasiones, sin duda hijas de
unas costumbres más La orensana es hermosa, notándose en esta provincia los mismos tipos que en las restantes de Galicia. Sobresalen, sin embargo, las morenas de tez clara, ojos negros y cabello oscuro. No faltan las rubias, ni tampoco las de rostro pálido, que tanto abundan en el litoral, ni menos aquellas mujeres de belleza sin igual, que, a un cutis blanco, a unas mejillas sonrosadas, a un cabello castaño claro, unen nobles proporciones y rostros de facciones tales que hacen recordar involuntariamente a la blonda hija de Inglaterra. Sospecho que se debe la abundancia de mujeres moenas, no sólo a la acción del clima, al cual nadie escapa, sino también a que la raza judía hizo terca y prolongada estancia en la mayor parte de los pueblos de esta provincia. Mientras el resto de Galicia apenas conocía a los israelitas, excepción hecha de las poblaciones comerciales y de las fronterizas a la de Orense, ésta se vio inundada por los judíos, que de muy antiguo hicieron en ella asiento. Cuenta Froissart, que en su tiempo había muchos judíos en Rivadavia; sospecho que el célebre Guadalupe, médico de los Reyes Católicos, era natural del mismo Orense, pues cuando menos consta que se conservó allí su familia, y la historia está para decirnos que, en los principales centros de población, los judíos portugueses y sus descendientes ejercieron más tarde la platería, la medicina y el comercio con un éxito y brillo tal, que un escritor auriense del siglo XVII nos dice que en su tiempo había muchos moradores judíos en aquella capital, añadiendo que estaban muy bien vistos y que fuera harto impolítico el decreto de su expulsión. Más sea por ésta o por otras causas, en esta provincia abunda en extremo el tipo de aquellas mujeres que recuerdan las árabes, sin que falten, como hemos dicho ya, las que en su severo continente y cabeza pequeña traen a la memoria al romano, su progenitor, ni tampoco las que, hijas del celta, verdadero poblador de las gallegas comarcas, llevan en el rostro y en el corazón la hermosura y la bondad de aquéllas a quienes el hombre de su raza sublimaba sobre todo y casi la ponía al nivel de los dioses. ¡Y líbrenos el cielo de añadir que la
orensana no merece esta adoración! ¿Acaso no es ella la que, como las demás de Galicia,
soporta el peso del trabajo diario, y la que apenas deja dormido al pequeñuelo en el
berce, abandona la casa para continuar fuera las fatigosas tareas de su vida de campesina?
¿Acaso no es la que, cuando c'a facenda, de moza en las más duras faenas del campo, y
más tarde y hasta que una santa ancianidad la clave, digámoslo así, en el tallo del
hogar- va y viene de la era a la casa, de la casa al prado, del prado a la feria, no
abandonando la malla, verbigracia, más que para tornar a sus hogares a preparar la comida
para los malladores? Es necesario verlas, vivir a su lado largo tiempo, para saber lo que
una campesina de esta provincia trabaja y se afana, y cuán azotada vida traen esas pobres
mujeres, dignas de toda veneración. Matrona en su casa, infatigable en el campo,
arregladora, ahorrona, cariñosa, hospitalaria y buena hasta donde no se comprende fuera
de nuestro país, pronta a todo lo que ¿Quién que las haya visto ignora el
tesoro de ternura con que reparte o carolo de broa que llevan para el monte, con la
mendiga a quien encuentran en el camino? ¿Quién el cariño con que reciben y regalan al
pobre soldado, recordando sus hijos y hermanos, qu'andan tamén po-lo mundo ó servicio
d'o Rey? ¿Quién la solicitud con que admiten en su casa al viajero y renuevan con él
hospitalarias escenas, de una simplicidad tal, que es necesario remontarse a las edades
primitivas para hallarlas iguales en otros tiempos? Y si olvidamos a esas pobres
campesinas, más hermosas y altivas bajo el peso de su eterno y santo trabajo; si
penetramos en las casas solariegas, verdaderos manoaires bretones, en donde vive todavía
con las pretensiones aristocráticas del hidalgo, el buen corazón y la franqueza y la
abundancia de las casas vinculeiras, ¿no hallamos también en ellas la misma bondad y
hospitalario acogimiento adornado con la exquisita cortesía, verdadera cualidad de la
clase media gallega- que en la casa del aldeano? ¿Creeis acaso que no se abrirá el viejo
armario de castaño; que no se desdoblarán las olientes sábanas de lienzo, hilado por
una generación de mujeres por cuyas venas corre a veces la sangre más ilustre; que no se
escogerán para vosotros, por ser más frescos, los colchones forrados de cuero, y que tal
vez las porcelanas de la Moncloa, envidia del anticuario, y los vasos de vidrio tallado de
Segovia dejarán de salir de su eterno encierro para obsequiaros? ¡Y cuántas veces, en
medio de aquellas soledades en las cuales parece que todo trato humano debe ser cosa
prohibida-, cuántas veces, después de haber recorrido la morada señorial, de haberse
sentado bajo árboles centenarios y al pie de la fuente de granito que artistas inhábiles
quisieron adornar con frutas, hojarascas y mascarones, cuántas veces, repetimos, os
sorprenden los acordes del piano y el canto puro y argentino de las hermosas hijas de la
Por dicha acaso, Dios, que de tanta hermosura, vistió estos campos, no quiso que la mujer que los habita fuese menos bella que la naturaleza que la rodea. Hízola fuerte como la encina, prudente como la ancianidad, buena como los corderos y pura y sin mancha como ellos. Dotola de gran imaginación y de no escasa inteligencia; y como si la destinase a soportar toda clase de trabajos, aun los más duros y penosos, le dio ánimo y aliento varonil. En esta parte es todavía la descendiente de aquéllas a quienes el celta pedía consejo y de quienes era acompañado en los combates. Mas si estos rasgos, comunes a la mujer gallega, lo son harto entre las orensanas, no por eso sus costumbres son las mismas en el extenso territorio de la provincia. Cierto que ella hace igualmente las
labores de su sexo lo mismo en las riberas del florido Avia que en las del Búbal
impetuoso; en las ásperas y dasabridas cumbres de Monte Faro que en las fértiles y
calurosas llanuras de la Línea; mas no pueden confundirse sin injusticia las cultas y
casi pulcras costumbres de las riveiranas con las que son propias de los habitantes de
toda la parte montañosa, y en especial de las de los pueblos de la raya. Lo extenso y no
muy visitado de su territorio, la escasez de grandes poblaciones, la situación
geográfica que ocupan aquellas aldeas, tan apartadas de la mar y por lo tanto de todo
tráfico, hace que sólo sean conocidas las costumbres más salientes, digámoslo así; y
como éstas varian de pueblo a pueblo y de comarca a comarca, no se puede, sin grave
fatiga del lector, abarcar de un solo rasgo de pluma las muchas y variadas que se observan
todavía en la Sin embargo, en algunos puntos, las jóvenes de la clase media presentan rasgos que no son comunes. Amantísimas de todo género de literatura, devoran novelas tal es la verdadera frase, con una terquedad igual a la que se observa en las provincias andaluzas, esto las torna un tando románticas y como son, en especial en ambos riveros, numerosas las poblaciones pequeñas, grande el número de familias acomodadas y el trato fácil y culto, viene de aquí que las visitas a largas distancias son, como en Inglaterra, una ocupación agradable para la mujer, puesto que las proporciona un hermoso paseo por el campo, una cordial acogida, y la mayor parte de las veces una fiesta improvisada, tanto más grata y bulliciosa cuanto más inesperada. Apenas la primavera viste aquellas
comarcas de luz y de hermosura, cuando empiezan ya las visitas, empiezan las ferias, que
son allí, más que en ningún otro sitio de Galicia, un verdadero centro de reunión;
empiezan asimismo las romerías, y ya no hay entonces casa sin alegría, ni joven alguna
sin amorosos cuidados. En tiempos no muy lejanos, el estudiante de latín, dejaba por este
tiempo su Horacio a un lado, y como las Geórgicas no le hablaban de cosas desconocidas,
marchaba alegremente por los senderos con Virgilio en la mano, respirando las auras
matinales, cogiendo distraído las primeras violetas, y pensando en aquélla que al pasar
le saluda con su nombre. Este tipo de estudiante, hoy más que nunca harto parecido al
kloarekc bretón, era, habrá veinte años, más común y bullicioso, porque no todos los
que vivían en casa del dómine estaban destinados a vestir la blanca túnica del levita.
¡Cuántos de éstos fueron los que pensando en su María corrieron por bosques y
senderos, aspirando todo perfume e improvisando versos que más tarde les hubieran hecho
inmortales, a no haber abandonado por inconstantes las Musas y todo género de vaguedades
y deliquios! ¡Yo conocí todavía al último, puede decirse así, de estos ensoñadores!
Y sin duda que en los primeros albores de una Musa que se mostraba al mundo con todo el
candor y sencillez de una inspiración naciente, se habrá mezclado más de una vez el
nombre de la mujer adorada. ¡Ah! ¿Por qué el dulcísimo traductor en gallego del Beatus Hay más; todo lo que es arte consuena con su naturaleza. En ninguna parte de Galicia, el país de la música, es ésta más amada, ni recibe más apasionado culto que en aquellos sitios por donde el Miño, el Avia y el Arnoya llevan sus aguas. El canto es peculiar a las mujeres que en ellos viven, y connatural la cadencia y el sonido. Hay que oírlas al caer de la tarde, cuando los vientos refrescan la atmósfera abrasada. Sentadas a las puertas de sus casas ricas o pobres, es igual-, dan al aire su canción, que es contestada de lejos, y parece resonar y tener un eco armonioso en cada valle y en cada quebrada. Voces puras y argentinas llenan los espacios; se diría que se llaman las unas a las otras; tan pronto se responden y se confunden en el aire; semejantes a las estrellas, que apenas brillan tímidas las primeras que asoman, cuando de repente casi, aparece en los cielos el innumerable ejército de ellas que los tachonan, así las canciones de estos lugares, a las primeras, responden enseguida las demás en los cercanos caseríos. Al canto sigue la danza, como dice un
poeta. ¿Y qué hemos de decir de ella, cuando sabemos que nuestro baile provincial, la
Muiñeira, es en estas comarcas más animada, más viva, más amorosa, y que bajo el
nombre especial de Riveiranas se conocen las más bellas que se bailan y cantan en
Galicia? No la pidais tristezas; aquella naturaleza y aquellas almas alegres inundan bien
pronto cuando tocan de su alegría y bienestar; así pues, ese aire melancólico, suave,
dulcísimo, triste como el anochecer en las cañadas o en las orillas de una mar
solitaria, esa Muiñeira de las Rías Bajas, hecha para cantar en medio de la soledad y el
áspero rumor de las conchas célticas, no es, ciertamente, de aquellos lugares en que la
vid tiende al amoroso rayo del sol sus pámpanos y sus racimos. La Riveirana es alegre y
ruidosa, es hija de la abundancia; y música y danza, viva, animada, llena, digámoslo
así, de El amor a la poesía comparte con la música las predilecciones de la mujer de estas comarcas. Como si comprendieran que la juventud es breve y que hay que apresurarse a gozar de la vida, se las ve en medio de la apacible soledad de las casas solariegas, devorar, como hemos dicho ya, cuantas novelas caen en sus manos, y asistir presurosas a la representación de cualquier drama en boga, algunas veces ejecutado, en todo el rigor de la palabra, por los aficionados de la cercana villa. Esta afición al teatro es aún más general y más viva entre la gente del pueblo. Así como en las mariñas de la Coruña, en algunas comarcas de Pontevedra, y quién sabe en cuántas partes más de Galicia, el aldeano compone su teatro y conserva sus farsas oralmente; en ciertos puntos de la provincia de Orense hay dramas tradicionales que, como el de Santa Genoveva de Bravante, tiene todo el corte de un eterno auto sacramental, y es recitado y aplaudido por una multitud iliterata, pero entusiasta, harto parecida a la que, en los tiempos medios, llenaba nuestras plazas y aplaudía gozosa la farsa que se representaba. Este solo rasgo nos diría cuánta influencia ejerce entre los suyos y sus costumbres la mujer de estos países, si no supiéramos que ella es allí la reina y señora, la que manda y dirige, la que, al contrario de las demás de Galicia, y hasta de su propia provincia, no parece hecha para el trabajo, sino para reglarlo. Así, se las ve cuando la vendimia, esa fiesta verdaderamente sagrada para la gente de ambos riveros, que acuden a cortar los racimos como a una diversión, y que mientras los hombres apisonan la uva negra, bailan ellas y se regocijan al son de una música en que la gaita tradicional se ve eclipsada por cornetín de pistón y el clarinete. Mas así que llega el momento de apisonar la uva blanca, ¡qué de alegría entre la gente moza!... La mujer se lanza a la tarea. Remanga un tanto la ropa, dejando ver coquetamente un pie breve y bien hecho, y algo también de una pierna blanca y torneada, y entre el bullicio y la algazara propia a la tarea, a la hora y ocasión, hieren con el nervioso pie el dorado racimo, y estrujan unas uvas, que no manchan la blancura mate de su epidermis. Después les esperan en la gran caldera, las patatas en , y en el pesado jarro de estaño el vino claro y espumoso, que tanto perfume y tan fresco sabor guarda para los paladares delicados. No faltará tampoco la alegre y enamorada canción, cadenciosa y limada como ninguna, ni el baile y sus locas alegrías, pues en aquellas noches amorosas, al rumor de los vientecillos que suspiran, y en tanto la luna asoma tras de la cercana colina, iluminando fantásticamente la niebla que se levanta del río, se han hecho más de una promesa, y ¡ay! se ha faltado a más de una también. Cierto que la hora, la Naturaleza, la soledad de aquellos lugares, todo tiende a hacernos olvidar del mundo y encerrarnos en nuestras propias emociones; mas aquél que en los días de su juventud haya vagado por tan bellos países y sentádose a orillas del Miño, cuyos eternos y húmedos pasos resuenan con sordo rumor a lo largo de la campiña; ése, y más si ha nacido bajo aquel cielo sereno, es el único capaz de decir lo que el alma suspira, y cómo parece sentirse abrumada bajo el peso de una felicidad desconocida. En esas noches encantadoras y en esos sitios no menos hermosos, la mujer de la Provincia de Orense despliega todos sus encantos y se arroja a todos los atrevimientos. Sea de alta o baja esfera, venga de pobre o rica familia, comprende perfectamente cuánto es el poder de su juventud y hermosura, y ora bajo el emparrado que sombrea la puerta de la casa solariega, ora al pie del árbol que crece en el oculto sendero, se oyen rumores, y voces argentinas, y risas, y cánticos, que resuenan en una y otra margen y se repiten de colina en colina. Vuelan así las horas propicias, y pasa, rápido como el pensamiento, todo cuanto ha de ser mañana para nosotros fuente de castos recuerdos. ¡Oh noches otoñales, en que el viento al pasar mueve todavía los pámpanos que se coloran y los últimos racimos! ¡Vosotras sois allí las más hermosas, las que cuando han pasado ya los más bellos días de la vida, recuerda el hombre de esos lugares con la más dulce y embriagadora tristeza! La vendimia es la más alegre, pero también puede decirse que la última fiesta de laño. El invierno, con sus cuentos al amor de la lumbre, mientras los vientos impetuosos gimen dolorosamente a través de las ramas, no permite la vida bulliciosa y animada de la mayor parte del año. De los paseos por los floridos senderos, ya no queda más que el recuerdo, y sólo en esas mañanas claras de Enero en que los primeros brotes verdean aquí y allí, y las violetas y los jazmines dan sus primeros perfumes, parece como que vuelve la vida, y con ella la promesa de nuevas felicidades. Mientras tanto, las faenas domésticas ocupan las horas todas de las orensanas. La matanza del cerdo, que tanta alegría produce entre la gente menuda de la casa, las fiestas de Navidades, las del Carnaval con sus tradicionales filloas, rompen la monotonía de las largas veladas, interrumpida tan solo por el bullicioso movimiento del día en que se cuece el pan; tarea encomendada aquí, como en toda Galicia, a la infatigable actividad de la mujer. "Nada más mudable que el
hombre", se dice; pudiera decirse mejor: "Nada más mudable y pasajero que las
cosas de los hombres", puesto que apenas la joven orensana piensa con melancólica
tristeza en las fiestas y alegrías pasadas, cuando ya las brisas primaverales vienen
anunciando las nuevas fiestas y las nuevas alegrías que le esperan. En su alma toman
cuerpo todas las ilusiones juveniles, y parece que las auras que pasan cargadas de los
primeros aromas sobre campos y sembrados, traen el dulce encargo de levantar en los
corazones inocentes los primeros vagos y desconocidos deseos que asaltan en la alcoba
solitaria a la hermosa niña a quien sonrieron ya diez y seis primaveras. Inquiétase el
ojo maternal al notar las rosas del pudor que asoman al rostro de su hija, a impulsos de
incomprensibles pensamientos, y conoce que ha llegado para ella la hora misteriosa en que
el amor llama con todo su Y, pues hemos hablado de la romería,
¿cómo callar que son éstas para la orensana una de las más populares y queridas de sus
fiestas? Conciértanse de antemano las familias y se dan cita para el sitio en que se
celebran. Vienen de todos los lugares del contorno, y aún de los que están más lejos, y
por cuanto camino y sendero se va al santuario, afluye la alegre multitud. Éstos a pie,
aquéllos a caballo, llegan en las primeras horas y buscan en el robledal lugar a
propósito en donde guarecerse de los rayos del sol. Pronto las campanas anuncian que la
misa empieza, estallan los cohetes, suena la música, y la muchedumbre llena el templo.
Haremos gracia al lector de los detalles de una fiesta que es la primera y la misma en
toda Galicia, mas no callaremos que a la caída de la tarde se mueve la gente moza; que la
música, compuesta de una gaita con su indispensable bombo y tamboril, dos Por lo demás, no temais que la hija de
ambos riveros concurra a fiesta semejante sin su ramo de flores en la mano o sin su
ponliña de albahaca, caso de que en el huerto paterno no sean consentidas las rosas. Ella
ama las flores como las aman las hijas del Mediodía, dulce pasión que presta un encanto
más al alma de toda mujer joven y hermosa. Lo mismo que habita en la casa solariega que
la campesina y la artesana, en particular esta última, creería que faltaba algo a su
tocado si en la romería no ostentase en su pequeña mano el proverbial ramo de flores,
que viene a ser para ella lo que el abanico para las damas. Con él juega indiferente, lo
acerca a los labios o finge contemplarle mientras el amante correspondido o el galán
desdeñado demanda en vano alguna de aquellas miradas que la ingrata fija tenazmente en el
ramo cruel. En otras muchas comarcas de Galicia el hombre gusta también de adornar su
montera de gala con el rojo clavel o el ramito oloroso, y no deja de mostrarse orgullosa
la joven que puede presentarse en la gaita con una rosa de cen follas; pero esto no
constituye ciertamente ni una pasión ni una costumbre característica, como en los
lugares a que nos referimos. Allá, revueltos entre el rizo perfumado y el amoroso
billete, ¡cuánta flor no permanecerá encerrada como un muerto en su tumba, y al par de
ella, cuántos recuerdos adorados y cuántas ilusiones para siempre perdidas!... Porque,
eso sí, toda la alegría que es propia a la orensana no es bastante a impedir que el amor
y el tiempo, esos eternos e incansables obreros que incesantemente edifican y destruyen,
no obren también con ella sus maravillas y sus Mas, pese a todo, es lo cierto que la
hija de estas comarcas es, con su ramo de flores en la mano, una mujer tan peligrosa como
discreta y sagaz. No temais, sin embargo, que si la dirigís palabras galantes deje de
contestaros cariñosamente si en algo le interesais, o con un cierto grano de malicia si
le sois indiferente. Decidla que es linda, que ya contestará: "And'antr'elas".
Mas si un rival cualquiera, no muy comedida en palabras y obras, se adelantase a llamarla
fea, ya veríais como se apresuraba a responder: "A outras llo chaman e mais non
s'asañan". Pronta en la réplica, punzante y agresiva en el epìgrama, dulce y
cariñosa siempre con aquéllos que se lo merecen, no conoce límites en la ternura ni
encuentra sacrificio bastante a pagar el más pequeño afecto. Es verdad que se las ve
hartas veces dura en los odios e implacable en las venganzas; pero esto, que es otro rasgo
propio de la sangre Y esto se comprende: hija de un país relativamente más rico, con una extensa zona frontera de un reino extranjero, con un sol más fuerte, y unas costumbres tanto más independientes cuanto son producto de un bienestar general, la orensana presenta en este punto rasgos característicos que la separan y distinguen de las demás mujeres de Galicia. Para hallar cosa que se le parezca en cuanto a valor personal, se necesita acercarse al mar y buscar entre las bergantiñanas aquellas otras que en ocasiones de tumulto, sufrieron, sin moverse, las descargas de la tropa que hacía sobre el pueblo amotinado. Sin embargo, no se crea que esta cualidad, que parece pedir un corazón duro y altanero, quita a la hija de esta provincia algo de la proverbial suavidad y cariño en el trato peculiar a la gallega. Muy al contrario, león y cordero a un tiempo, puede decirse que sólo cuando se ve herida en los afectos más caros de su corazón, rompe con sus hábitos, y que sólo por un exceso de ternura se vuelve cruel y despiadada para los demás. Si el carácter propio de la raza no se lo demandara así, las costumbres y la vida que hace se lo impondría. Verdadera hija de los campos, viviendo en medio de la Naturaleza, cuanto la rodea toma para ella el aspecto de una cosa querida. Así se comprende la nostalgia que acomete muchas veces a la joven desposada, cuando tiene que abandonar los lugares que le vieron nacer por aquellos otros adonde la lleva el hombre que ha aceptado por compañero. Por cerca que sea, pues tiene que abandonar el campo paterno y dejar de oír las campanas de su iglesia. No los conozco, pero no dudo en creer que en más de una ocasión la mujer de esta provincia habrá prorrumpido también, en el paroxismo de sus penas, en versos tan llenos de las tristezas de su alma como aquellos otros que tanto se han repetido, desde que una musa femenina los hizo célebres: Campanas de Bastabales, ¡Cando vos oio tocar, Mórrome de soidades!... Sí, se mueren de soledades, y la nostalgia las acomete en su misma tierra, teniendo enfrente unos mismos horizontes, oyendo un mismo lenguaje, y habitando países desde cuyas colinas se descubre el lugar natal, y adonde el viento de la tarde trae hasta ellas el toque de Ave María de la campanade su parroquia. "Y si esto es verdad, se nos dirá, ¿por qué en esta comarca, y casualmente en los sitios más cariñosamente descritos, los trajes y las costumbres, tan bellas y pintorescas en el resto de Galicia, han desaparecido ya, o poco menos?" "¡Qué sabemos! En esto, como en otras muchas cosas, nuestras paisanas no han sabido sustraerse a los estragos de la moda y a la tiranía de esa loca y diaria tentación que lleva a las clases inferiores a desear con todo empeño igualarse, cuando menos en el traje, con las clases acomodadas. Por lo demás, hace mucho tiempo que la mujer de ambos riveros ha cambiado la linda cofia por el pañuelillo anudado bajo la barba: la blanca camisa de lienzo, que tanta frescura presta al traje de nuestras aldeanas, y el gracioso dengue, por una chaqueta o corpiño negros adornados de terciopelo; y el proverbial y elegante mantelo por una saya de alpaca o lana, cuyos gruesos y amontonados pliegues tanto hieren el ojo del artista. Estos cambios, forzoso es confesarlo, han perjudicado mucho la arrogante y franca belleza de las que los intentaron, borrando, digámoslo así, su tipo; mas, a pesar de esta desventaja, siguen siendo, amaneradas por un exceso de cultura, dispuestas a sostener con el más intencionado un combate de palabras y dichos agudos y picantes, llenos, como de costumbre, de aquel buen sentido y gracia que parece natural a las hijas de Galicia. No faltan, sin embargo, en la provincia, quienes conserven todavía algo de los antiguos trajes, vistiendo muradana corta, cerrada casi sobre las caderas, dengue oscuro y corto también, saya debajo del mantelo y medias blancas o azules. Algo parecido este traje al que visten en ciertas comarcas de Lugo, es menos hermoso ciertamente que el que se usa en las Rías Bajas y Bergantiños, y parece que tiene ya en el color y en la forma algo de sequedad de la vecina Castilla. El tinte azul que dan a sus sayas, y hasta los mismos pañuelos que se ponen a la cabeza, hacen recordar aquellos otros vestidos que parecen ajados por la inclemencia de un sol ardiente, y envejecidos antes de haberse usado. En una palabra, el traje más o menos parecido al que tenemos por verdaderamente provincial, y que ha desaparecido por completo en el Rivero, reaparece a lo largo del Miño, siguiendo la frontera, y hacia Pontevedra. ¡Tanto se necesita para que se pierda entre la gente del campo algo de lo que es suyo y le presta verdadera fisonomía! Si no fuese así, tan a prisa cambian hoy los trajes, las costumbres, y hasta los sentimientos, que correríamos riesgo de llegar a la vejez sin hallar a nuestro alrededor cosa alguna que nos recordase nuestra dichosa infancia. Por fortuna, los aldeanos, y sobre todo los de Galicia, son tardos en olvidar; así es que tenemos por muy posible que se conserve todavía en cierta comarca de la provincia la costumbre observada ha más de veinte años, y descrita más tarde en nuestro artículo ANA MARÍA; que por ser cosa que atañe a la mujer de Orense, así como también por su novedad y patriarcal sencillez, no nos creemos dispensados de recordar aquí. Cuenta el autor que en un lugar que no nombra, pero que sabemos que se asienta a las orillas del Miño, fue convidado a comer en la casa de un aldeano rico, y escribe: "Sentámonos a la mesa, y cuando concluímos de tomar el caldo, la madre, que no apartaba la vista de mi taza, espiando el momento en que concluyese para servirme con la prontitud y buena voluntad peculiar a los aldeanos, gritó: -¡Ana María! -¡Señora!-respondió una voz fresca y argentina. -El señor ha acabado- dijo la madre. Apareció entonces en el umbral una joven hermosa y esbelta, en cuyo semblante, que coloraba la turbación más ingenua e infantil, se veía la gracia y la pureza de las hermosas y de las jóvenes. Traía en sus manos una gran fuente de cocido que puso delante de mí, y colocándose en pie detrás de mi silla, me sirvió el fresco y exquisito vino del Rivero, cuidando de que no faltase jamás en mi vaso, y ella misma concluido el cocido- escogió y puso en mi plato los trozos de pescado frito que creyó más dignos del convidado. Como se hallaba colocada a mi espalda, no pude verla desde luego a mi sabor; pero cada vez que alargaba el hermoso brazo, para quien el pesado jarro de estaño que contenía el vino era cosa liviana, sentía una emoción difícil de explicar, porque aquellos brazos blancos, redondos y un tanto vigorosos, eran pálidos como el mármol, al cual asemejaban en dureza, y estaban impregnados del perfume de los campos. No dejó de llamar mi atención ver que la joven no servía a nadie más que a mi, que ella me alargaba el pan, y que las frutas más sabrosas y el mejor racimo fue escogido cuidadosamente por ella y puesto en mi plato; pero mi sorpresa llegó a su colmo cuando supe que Ana María era la hija mayor de la casa. Levanteme entonces y la hice sentar a mi lado, oponiéndome a que siguiera sirviéndome; pero su padre se negó a ello con una seriedad tal, que sería ofenderles no consentir que la joven siguiese en aquella, para ellos, honrosa tarea. -No permita el Señor decía el padre- que se pueda decir nunca que no fue tratado un huésped en mi casa como es debido. Tuve que ceder, bien a mi pesar; pero comprendí aquel empeño cuando supe que era costumbre en aquellos lugares que la hija mayor sirva a la mesa a los huéspedes que se reciben bajo el techo paterno, y a quienes se quiere honrar con esta muestra de aprecio. ¡Pura y patriarcal costumbre que temo se haya perdido ya en aquellas hermosas pero solitarias comarcas!... Dos palabras antes de concluir: A la mujer de Orense, lo mismo que a la de las demás provincias gallegas, se le da en cara muy a menudo con aquel dato estadístico que permite afirmar que, en España, es Galicia el país en que más hijos naturales se conocen. Dicho esto así, sin más reparos ni explicaciones, no hay duda de que el dato en cuestión no las favorece, ni nos favorece. Por desgracia, entre nosotros mismos hay quienes repiten la frase, olvidándose que ofenden cruelmente a sus padres, a sus esposas, a sus hijas: -"No, yo no os diré de quién es mi hijo!" "¡Qué prostituta!" exclamareis- "Y sin embargo, yo soy una mujer honesta!". La orensana puede decir también: "Y sin embargo, yo soy una mujer honesta!". Pueden decirlo asimismo las demás gallegas. Pese a la abundancia de hijos naturales, Galicia no es, bajo este punto de vista, más inmoral que el resto de España. Y esta verdad, que a simple vista aprecerá a algunos una paradoja, quedará probada bien pronto, sin que para ello tengamos que hacer grandes esfuerzos. Dado el hecho que ni se niega ni se disculpa, hay que buscar las causas que lo producen; y nosotros le hallamos en la gran esproporción que se nota entre el número de los hombres y el de las mujeres en nuestro país. No hablaremos de los puertos, porque en ellos sólo hay mujeres, niños y ancianos, pues los demás navegan, y las olas se tragan diariamente los más jóvenes y robustos; no hablaremos tampoco de los países en que la emigración es ya una enfermedad endémica, y refiriéndonos solamente a aquellos otros en que, como sucede en ciertas comarcas de la provincia de Orense, los hombres ni emigran ni navegan, sino que, al contrario, nunca, ni por nadie, abandonan el suelo natal, hallaremos que aun aquí mismo las mujeres se hallan, respecto de los hombres, en la proporción de uno a cuatro. El cantar del pueblo lo dice bien claro: Miña nai, os home d'oxe, Son poucos, e van a menos. ¡Cada día morran catro, Po-lo ben qu'eu lles deseo!... Y ¡cosa digna de tenerse en cuenta! lejos de lamentarse, como se ve, de la falta de varones, la musa popular indica que bien pudieran ser menos, sin que la mujer lo sintiera. ¿Es esto acaso una fanfarronería? No, ciertamente; y ello se explica con facilidad, diciendo que la gallega no teme la falta del hombre, pues sabe vivir sola y llevar por entero sobre sí el peso del diario trabajo. No se extrañe, pues, que allí donde la mujer no necesita del apoyo del hombre para vivir, ésta sea independiente, y no sólo tenga hijos naturales, sino que este hecho vaya acompañado de un valor no muy común en la que no tiene manera de vivir, ni conocido, ni fácil: el de criarlos a su lado. Si en otras partes la mujer lo es todo por su marido, aquí lo es por sí misma: y pues los hombres abandonan la tierra y emigran, ellas toman sobre sí el pesado trabajo del campo, y viven de él. Un día llega en que se ven solas, se ven dueñas, se ven libres y en posición de no consultar más que los movimientos de su corazón o, si se quiere, de sus caprichos. ¿Cómo extrañar que en tal situación la mujer no tema consecuencia alguna, y si tiene un hijo natural le de su nombre y lo críe a su lado y a la faz del mundo? La Lucrecia Floriani de Jorge Sand pasa muchas veces a nuestro lado en Galicia, y ¡ay! nosotros podemos asegurar que si se interrogase a aquella alma pura, si se preguntasen a aquella madre de un hijo sin padre las causas de su falta, se vería tal vez que la pobre pecadora no cedía en castidad a la esposa más casta. Después de todo, Galicia es el país en que menos dotes para doncellas se han establecido, señal de que de antiguo ha sabido la gallega ganarse la vida por sus manos; en Galicia no hubo tantos conventos de monjas como en otras provincias, y finalmente, no se conoció en este país la horrible peste de los Alumbrados, que tan malparada dejaron la fama de las mujeres de aquellas tierras en que no se conocen tantos hijos naturales como entre nosotros. Con una gran cultura, con un carácter todo suavidad, con unas costumbres fáciles, con un país de población diseminada en la soledad de unos campos fructíferos, siendo relativamente escasos los hombres, siendo hacedero a la mujer el vivir y criar sus hijos con el fruto de su trabajo, ¿por qué extrañarse de la abundancia de hijos naturales en Galicia? ¿Serán por eso menos castas las gallegas? ¡Ah! ¡Que todos los hombres nacidos bajo este hermoso cielo y en esta tierra bendecida, lleven la mano a su corazón y digan si son capaces de hacer a sus madres la grande, la inmensa, la cruelísima ofensa de creerlas menos puras y menos dignas de su amor, que si hubieran nacido bajo otro cielo y en otra provincia de España!.
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